Vacuna. Remedio. Solución. Esperanza. Luz al final del túnel. Estos días hemos escuchado de forma repetida y constante palabras como estas sobre el ansiado remedio que por fin nos permita dar carpetazo a la pandemia, ese término que considerábamos arcaico, y casi perteneciente al medievo. No en vano las estadísticas de Google Trends contraponen en nuestro país el interés de búsqueda “Vacuna” por encima de “Coronavirus”, es decir, nos interesa más saber de la existencia del tratamiento definitivo que nos permita volver a la añorada normalidad prepandémica que la actualidad sobre el virus, sus consecuencias o naturaleza. Y es normal, mientras uno ofrece expectativas positivas de futuro, el otro representa una constatación de una realidad actual que nos recuerda la desgracia que ha supuesto (y supone) la crisis sanitaria más bestia desde la Gripe Española. Pese a que los avances en cuanto a las distintas vacunas son noticias enormemente positivas y de una gran trascendencia, hay sin embargo otro contexto paralelo al desarrollo de las mismas sobre el que se está pasando casi de puntillas. El mismo día que Pficer anunciaba que su vacuna poseía una eficacia “superior al 90%”, su CEO se embolsaba casi 5 millones con la venta de acciones gracias a la subida en bolsa de la empresa, con el único respaldo de un comunicado de prensa y sin tener aún aval científico. Algo similar había ocurrido con Moderna en Mayo de este mismo año, y por desgracia como veremos a continuación, es una práctica más que común. Pero no sólo de especulación viven las grandes farmacéuticas, también conocidas como BIG PHARMA, si no que acostumbran de otras actividades más que cuestionables para obtener el máximo beneficio económico de un sector tan necesitado como la salud. Un estudio publicado en la revista médica estadounidense JAMA revela cómo de las 26 principales farmacéuticas, el 85% han sido multadas por ocultación de información, publicidad engañosa, comisiones ilegales, adulteración de la competencia del mercado, sobornos y la práctica más común con diferencia, sobreprecio de los medicamentos. No hay remedio posible que permita lavar la cara a un sector cuyos armarios rebosan de cadáveres, y no sólo hablando de forma figurativa.
Esta historia que vengo a contarles hoy comienza con un oscuro personaje llamado Donald Rumsfeld. Rumsfeld ocupó cargos importantes en los gobiernos norteamericanos de Clinton, Reagan o Nixon. Tras ello y después de hacer numerosos contactos trabajando en el sector público, acabó siendo presidente de junta en la multinacional farmacéutica G.D. Searle & Company, propiedad actual de Pfizer. Ante el buen hacer de Donald y sus conexiones con la administración, con el tiempo otra farmacéutica pujante en el sector llamada Gilead consiguió que se uniese a su junta directiva, y en 1997 se convirtió en presidente de la compañía hasta el año 2001, dónde George W. Bush le devolvió el cargo de secretario de Defensa. Pese a que dimitió en su cargo en Gilead, Rumsfeld no vendió la parte del accionariado que le correspondía, unos activos valorados en 39 millones de dólares. En el año 2005 y con Rumsfeld en el cargo, el Pentágono adquirió dosis del medicamento Tamiflu por un valor de 58 millones. Unos meses más tarde el Departamento de Salud hizo otro pedido, esta vez por unos nada desdeñables 1.000 millones. En sólo 5 meses la farmacéutica había incrementado su cotización en más de un 25%. Por si no lo saben, Tamiflu es el nombre del medicamento cuya patente pertenece a Gilead y fue utilizado para tratar la gripe aviar, un medicamento de cuestionable efectividad demostrada, que muchos gobiernos terminaron comprando en cantidades ingentes porque se decía era lo único que había para afrontar la enfermedad, del que España terminó comprando 15 millones de unidades de las que al final solo utilizó unas 6.000 y que el resto caducaron al no encontrar uso.
Ya con Rumsfeld fuera de la ecuación, en el año 2013 Gilead inscribió la patente y comercialización de otro medicamento llamado Sofosbuvir, para el tratamiento de la Hepatitis C.
Se estima que, en el mundo 71 millones de personas tienen infección crónica por esta enfermedad. Según Médicos Sin Fronteras, a finales de 2016, tres años después del lanzamiento del Sofosbuvir, únicamente 2,1 millones de personas habían sido tratadas con este medicamento, lo que excluía al 97% de las personas que lo necesitaban. ¿El motivo? Nada más ponerse a la venta, el coste del tratamiento era de 84.000 dólares (72500€) por paciente durante las 12 semanas recomendadas, cerca de los 1.000 dólares por píldora. En Europa, Gilead llego a cobrar hasta 43.000€ por ese mismo tratamiento, mientras la Organización Mundial de la Salud calculaba que el 72% de las personas que padecen de Hepatitis C viven en países de ingresos medios y bajos.
Posteriormente, en Febrero de 2015, el mismo año que Gilead veía cómo crecían un 127% sus beneficios, un estudio de la universidad de Liverpool demostró que la producción del tratamiento por persona suponía un costo de 101 dólares (82€). Es decir, el coste del Sofosbuvir le suponía a Gilead menos de un 1% de lo que comenzó a cobrar en Estados Unidos por comprimido, dicho de otra forma, cobraba 1000% más por cada dosis de lo que costaba el fármaco. A pesar de ser moralmente discutible, como poco, habrá quien diga que no es lo mismo el coste de producción que el de desarrollo, que Gilead debía cubrir la inversión de la investigación. Si aún por esas sigue sin ser ni mucho menos justificable el sobreprecio, es aún menos lo descubierto en una investigación llevada a cabo por el Senado de los Estados Unidos. El medicamento no sólo no había sido desarrollado por Gilead, si no por un trabajo financiado con dinero público a través de Pharmasset inc, una pequeña empresa subvencionada que ya había fijado el precio de venta del fármaco por menos de la mitad, antes de que Gilead acabase comprando Pharmasset y por ende adueñándose de la patente.
Al acabar el año del lanzamiento del Sofosbuvir, Gilead ya había cubierto todo el gasto que le había supuesto fagocitar la pequeña “startup”. En cuanto al precio, uno de los senadores responsables de la investigación, el demócrata Ron Wyden afirmó que en Gilead “Eran plenamente conscientes de que los altos precios de Sofosbuvir harían que el tratamiento quedara fuera del alcance de muchos.”
El precio tan desorbitado además sirvió como efecto dominó y terminó causando que otros medicamentos elevasen también el suyo, como los destinados a la hepatitis, el cáncer, la esclerosis múltiple y otras enfermedades. Después del lanzamiento del Sofosbuvir en diciembre de 2013, muchos estados en EEUU tuvieron que limitar el acceso a los medicamentos que ofrecían sus programas de Medicaid (seguros públicos de salud) para las personas sin ingresos.
Mientras, en España, a diferencia de lo que se había hecho con el Tamiflu, esta vez no se optó por comprar cantidades desorbitadas de Sobaldi (nombre comercial del Sofosbuvir) con dinero público, sin importar si se pudría el sobrante en un almacén. El país arrastraba la crisis del 2008 y los recortes de la entonces ministra de Sanidad, Ana Mato, no contemplaban partidas extraordinarias para la compra del medicamento, a pesar de que hasta el año 2015 se contabilizaban 12 muertes diarias provocadas por el virus de la hepatitis C en España. Según la ministra del PP, el coste era inasumible y no se podía financiar. Cuatro meses después de que la Agencia Española de Medicamentos aprobara el uso de Sobaldi, sólo habían sido tratados 110 pacientes de los 900.000 que había diagnosticados.
Finalmente, gracias a la lucha de la Plataforma de Afectados por la Hepatitis C, varias movilizaciones y querellas criminales mediante, el gobierno de Rajoy acabó gastando 106 millones en el medicamento sólo el primer año, y Gilead terminó bajando el precio en España del tratamiento a 25.000€. En 2016 y pese a incumplir el “temido” déficit público, se incluyó también una partida extraordinaria de otros 1.100 millones.
El 17 de Abril del presente año, la farmacéutica volvió a ser centro de atención tras informaciones sobre resultados positivos de un supuesto remedio contra el Covid-19. Esto tuvo como resultado que la cotización de las acciones llegase a dispararse más de un 16% en bolsa. Aparece en escena el Remdesivir, un medicamento principalmente pensado para el tratamiento del Ébola (la epidemia que asoló África Occidental entre 2013 y 2016) y que fue desechado por no ser más efectivo de lo que ya eran otras alternativas. No se conocen actualmente las cifras exactas de la compra por parte del gobierno de Estados Unidos del fármaco, pero sí que Bruselas ha firmado un contrato de 63 millones con Gilead para el suministro en la UE a pesar de múltiples estudios contradictorios sobre el Remdesivir. El mismo hecho de que la Agencia Europea del Medicamento (EMA) haya pedido a Gilead que presente para diciembre de este año los informes y estudios definitivos, es un claro ejemplo de la anormalidad que supone la compra masiva de un medicamento sin conocer su eficacia. La OMS ya ha apuntado que tiene poco o ningún efecto sobre la duración de la estancia en el hospital o las posibilidades de supervivencia de los pacientes con Covid-19. También la prestigiosa revista médica The Lancet o la New England Journal of Medicine cuestionan la fiabilidad del medicamento tal y cómo promete Gilead. El coste del Remdesivir es de 2.076 euros por tratamiento, 347€ la dosis.
Después de este baile de cifras sobre la reciente historia de Gilead Science, podemos dar cuenta del enormemente lucrativo negocio que supone poseer la patente en exclusiva de un medicamento, independientemente de lo efectivo que sea. Cómo se ha visto al inicio del artículo, este tipo de conductas no es única en el sector, es sólo una más en todo un mercado que responde a los intereses económicos de los mastodónticos leviatanes del capitalismo financiarizado como BlackRock o The Vanguard Group, dueños de Gilead y accionistas mayoritarios de las farmacéuticas o biotecnológicas con mayores ingresos del mundo. Pfizer, Abbott Laboratories, Moderna, Bristol-Myers Squibb (bajo la que compraron Celgene el año pasado en la que se considera la mayor fusión farmacéutica de la historia), Merck Sharp & Dohme, Janssen (la cual poseen a través de Johnson&Johnson), Abbvie, Eli Lilly, Amgen, AstraZeneca, además de tener grandes participaciones en Bayern, Takeda o Sanofi. También poseen activos en menor medida de Roche y Novartis, de origen Suizo; Glaxo Smith Kline, inglesa o Novo Nordisk (a través también de Johnson&Johnson), empresa Noruega, y así podríamos seguir nombrando hasta el fin de los días.
Resulta que esas ficciones futuristas a las que estamos acostumbrados a ver en cine, series o libros en las que el mundo está controlado por un puñado de mega corporaciones es ya una realidad, por mucho que no queramos verla. Una palabra tan traidora como es la competitividad, supuesta ley sagrada en el sistema capitalista en el que vivimos, queda únicamente como excusa insolidaria para que las pequeñas y medianas empresas que a duras penas consiguen mantenerse, se masacren entre ellas.
En su momento, cuándo el Senado Estadounidense preguntó en su investigación por el coste del Sofosbubir, el vicepresidente de Gilead respondió que “creemos que es un precio justo a cambio del valor que aportamos al sistema sanitario y a los pacientes”. Indudablemente estas declaraciones van en la línea de quién mide la sanidad en base a coste/beneficio económico y no considera el hecho de recuperar la salud de las personas como un elemento valioso en sí mismo. Es harto difícil pensar en cómo es posible negociar el coste de ningún medicamento siendo los mismos dueños de todas ellas quienes tienen la última palabra. Precisamente por esto China, junto con otros países cómo Ucrania, la India o Egipto se negaron en su momento a autorizar el registro de la patente del medicamento para la hepatitis C, como propiedad de Gilead, lo cual les permitió producir su propia versión a un precio mucho más asequible para la distribución del mismo entre sus ciudadanos.
Y así llegamos a la situación actual, con todos los grandes laboratorios del mundo en la búsqueda desesperada de una vacuna que detenga la expansión del Coronavirus. Tanto la vacuna desarrollada en Reino Unido, entre la universidad de Oxford y AstraZemeca, como la desarrollada en Estados Unidos por Moderna se encuentran dentro de esas matrioskas que en última instancia forman BlackRock o The Vanguard Group. Ante esta situación y con la finalidad de escapar de estas redes, otros países han tratado de producirlas directamente, como el caso de Australia con CSL, Rusia con la Sputnik V, China a través de su empresa estatal Sinopharm, o Cuba (la Soberana 01 y 02 están ya reconocidas por la OMS en su registro oficial de proyectos en fase de ensayos clínicos). Incluso Alemania, que está dentro del acuerdo con obligación de compra por la Comisión Europea de 300 millones de dosis provenientes de Oxford, está buscando de forma paralela otra vacuna alternativa con CureVac.
Mientras, otros 92 países han optado por unirse al COVAX, un proyecto de la propia OMS junto a la Alianza para las Vacunas (Gavi) y Coalición para la Promoción de Innovaciones en pro de la Preparación ante Epidemias (CEPI) para poder garantizarse el acceso al proceso de vacunación, a sabiendas que por su condición como economías de ingresos bajos/medio bajos iban a tener enormes dificultades para hacerlo por sí mismas. Dentro del proyecto COVAX, 80 países con economías mucho mayores han declarado su voluntad de ayudar en la financiación del proyecto, a pesar de que la OMS ha declarado la urgente necesidad de un compromiso mayor por parte de las potencias mundiales, ya que EEUU ha declinado su participación y la Comisión Europea ha asegurado continuar estudiándolo. La negativa estadounidense no es de extrañar, pues la presencia de laboratorios en el territorio y la inversión de miles de millones de dólares en investigación y aceleración de la producción amplían aún más su poder adquisitivo, que tiene gigantescos contratos con las empresas antes mencionadas.
De todos estos ejemplos, el más interesante seguramente sea el realizado por el Instituto de Productos Biológicos de Pekín en colaboración con Sinopharm, quienes ya se encuentran en su última fase de desarrollo. Y aunque parezca mentira y pese a la propaganda, China se ha encontrado con el problema de que en su país no hay casos suficientes de Covid 19 para estas pruebas, por lo que se están llevando a cabo en países como Chile, Argentina, Turquía, Indonesia, Marruecos, Emiratos Árabes o Brasil (dónde a pesar de los buenos resultados, Bolsonaro ha dicho públicamente que se niega a comprar la vacuna, lo cual ha levantado numerosas críticas en el país, incluso entre sus afines) con su colaboración. Sinopharm prevé fabricar 610 millones de dosis de vacunas en 2020 y mil millones en 2021.
Que el propio estado controle la producción del medicamento no sólo permite fijar un precio justo para permitir un acceso a toda persona que padezca la enfermedad, también evita situaciones de desabastecimiento, como las que pudimos vivir al principio de la pandemia con los elementos básicos de protección individual. Por desgracia no son sólo los guantes y las mascarillas los elementos que se ven condicionados por no mantener una alta producción en suelo nacional. Un informe elaborado en colaboración entre Salud por Derecho y la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), para la campaña ‘No es Sano’, y con datos de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) y la Agencia Europea del Medicamento (EMA), denuncia el incremento de desabastecimiento paulatino de medicamentos que se está agudizando en los últimos años en todo el mundo. En España, los problemas de suministro han aumentado de 700 casos en 2015 a 1.650 en 2019, lo que supone un 135% de aumento, afectando especialmente a los medicamentos para enfermedades cardiovasculares, infecciones, cánceres y los destinados a dolencias del sistema digestivo o enfermedades metabólicas, según los datos de la agencia española. El mercado y las estrategias comerciales de las compañías farmacéuticas están con frecuencia detrás de la escasez. Los medicamentos con precios más bajos o menos rentables para las empresas suelen tener más problemas de suministro. En este sentido, es habitual que, como parte de su estrategia de negocio, las farmacéuticas retiren voluntariamente este tipo de fármacos del mercado para presionar a las autoridades en la negociación de precios o para favorecer la entrada de otros productos de mayor interés comercial para la empresa según el estudio.
Una producción de competencia estatal, como en el caso de Sinopharm, permitiría a demás desarrollar una industria que proporcionaría una gran cantidad de empleos, así como unos ingresos alternos a los impuestos, ayudando a paliar las consecuencias económicas de las actuales circunstancias, por no hablar de la posibilidad de empezar a cambiar el modelo productivo español tan endeble y débil que nos lleva lastrando las últimas décadas, y que tan propenso es a verse especialmente afectado por las crisis capitalistas. Una empresa de propiedad estatal no solamente contribuye a mantener la estabilidad económica y laboral, también dificulta la aparición de figuras como Rumsfeld, eliminando los conflictos de interés entre la esfera pública y la privada, en perjuicio del interés público (lo que llamamos puertas giratorias). Es mucho más difícil medrar en pos de los beneficios cuando hay varias empresas de carácter estatal que no pueden ser absorbidas y pasar a formar parte de su juego de matrioskas. También permite acabar con esa dependencia criminal, que ocasiona o una compra desmesurada de la producción y el consiguiente derroche de dinero público, como ocurrió con el Tamiflu, o suplicar por que disminuyan los desorbitados precios mientras fallecen personas por su alto coste, como con Sovaldi. Producir únicamente lo que se necesita, lo cual ayuda a mantener la sostenibilidad del planeta y de los recursos.
Estos últimos meses, a raíz de las circunstancias que rodean a la pandemia y del cuestionamiento del sistema sanitario privado o de la precarización del público, se hacía viral una reflexión atribuida a la famosa socióloga Margaret Mead sobre el primer indicio de civilización en la historia de la humanidad. Ella defendía que, era sin lugar a dudas la aparición entre los restos de los primeros homininos de un fémur que había sufrido una severa rotura y que, posteriormente había sanado. Esto significaba que el individuo en cuestión había recibido ayuda externa, y su grupo se había molestado en cuidar y tratar la herida el tiempo suficiente para que sanara, lo que para otras especies en mundo animal habría supuesto una lesión directamente mortal. Independientemente de si la reflexión es realmente el primer indicio de civilización, la realidad es que tanto la medicina como los tratamientos en pos de conservar la salud de las personas, no surgen con la finalidad de obtener beneficios económicos, si no como un elemento primordial para la preservación de la sociedad y su gente. Es importante comprender la degeneración que en muchos casos nos lleva, en pleno siglo XXI y más de 350000 años después, a condicionar o impedir el acceso de los recursos que garanticen la salud al resto de personas. Qué clase de sistema permite que unos pocos individuos se enriquezcan al coste de la vida y la salud de millones de personas. Y es que quizás, y pese a lo que nos gusta regodearnos en la palabra modernidad, elementos básicos cómo la empatía no aguantarían el reflejo comparativo de la historia cuando en lugar de radioterapia teníamos palos y piedras. Quizás el problema sea que la única revolución que finalmente triunfó fue la industrial, y en consecuencia la única evolución que conocemos actualmente es la tecnológica, pero no la humana. Es por ello que debemos luchar todos los días con uñas y dientes para defender un sistema de salud público universal, que no deje a ninguna persona atrás, que dentro de la desgracia que supone la enfermedad no se le deba sumar la preocupación de si se puede o no pagar el tratamiento, y que no dejemos de lado la necesidad de una industria estatal fuerte que nos permita sobreponernos a la tiranía de las grandes financieras del sector, para que los ejemplos aquí mencionados permanezcan como un borrón en nuestro pasado, y no la costumbre de la desvergüenza.
Juan Moreno Corella
Militante del PCE de Rivas Vaciamadrid