Se cumple una década sin Saramago, sin un escritor cuyo pensamiento crítico iluminó un mundo enfermo de ceguera. Es el primer y único Premio Nobel de Literatura que ha dado Portugal hasta el momento; no obstante, la figura de Saramago es un poco nuestra también, no solo porque sus últimos años los pasara en su casa de Lanzarote: Saramago fue uno de los máximos exponentes del “iberismo”, de la unión de Portugal y España en una República Ibérica (léase “La balsa de piedra”, publicado en 1986). Ahora que la actualidad está copada de titulares de enfrentamientos entre pueblos, de conflictos territoriales, merece la pena recordarle como alguien que creyó firmamente en que los pueblos hermanos podían caminar juntos en armonía.
Desde ese sentimiento de pérdida y cariño hacia un referente que también es un poco nuestro, por cultura y tradición política compartidas (se afilió al Partido Comunista de Portugal en 1969), hay que volver a releerle. José Saramago era un maestro de la fábula y la alegoría, con sus palabras imaginaba mundos y situaciones que -aunque no habían ocurrido- desvelaban aspectos ocultos a plena vista en nuestra realidad. Su novela más famosa, a la que muchos y muchas de nosotros nos acercamos de jóvenes, fue “Ensayo sobre la ceguera” (1996): una sociedad que había perdido los valores hasta el punto de que, irónicamente, perdía la vista.
Y es que, de los cinco sentidos, la mirada no es el sentido de la objetividad, sino el canal que conecta la empatía: cuando miramos la injusticia a los ojos, ya no podemos ignorarla. Cuando este sistema pretende cometer los mayores atropellos de los derechos humanos, lo primero que hace es alejar de allí los focos y las miradas, no vaya a ser que -al mirar- la empatía impida a alguien ejecutar el crimen. Vivimos en un mundo en el que interponemos pantallas, alambradas, muros, despachos, rascacielos entre quienes dan las órdenes y quienes sufren las consecuencias, porque si esas consecuencias se vieran de frente, el conjunto del sistema se volvería insoportable.
Ahora que vivimos una pandemia, bien distinta que la que relata, es momento de extraer enseñanzas. Frente al Covid-19 no podemos ser el egoísmo encarnado que solo mira por su supervivencia, como los personajes de la novela: gracias a que lo hemos leído, gracias a la experiencia que la literatura nos brinda, podemos ser mejores, más solidarios y responsables. En cierto modo, este relato de Saramago nos conecta con los mundos de Kafka, con una diferencia: Saramago nunca jamás abjuró de la creencia en nuestra capacidad colectiva de construir un mundo mejor. Incluso en cierta sorna y amargura, sigue habiendo esperanza.
Un periodista de El País le preguntó una vez sobre unas declaraciones suyas: “la democracia es una tomadura de pelo”. Atónito, le preguntó al autor luso cómo se atrevía a hacer semejantes declaraciones. José Saramago respondió: “¿Cómo voy a calificar un sistema que me permite únicamente quitar un gobierno y poner otro pero no me permite nada más?”. Y es que este Premio Nobel que compartió escenario con Julio Anguita (en la ocasión de su célebre “discurso antisistema”), como él, se autodenominaba “comunista libertario”. Para él, el mayor enemigo del avance social eran la apatía y la indiferencia, fábrica de individuos adormecidos: la sociedad y la lucha se producían solo tras que, individualmente, superáramos esa situación de prostración, más que ideológica, emocional.
Su compromiso con la gente humilde es pre-ideológico. Surge de su propia vivencia como un joven de clase trabajadora obligado a abandonar el instituto. Las bibliotecas públicas se convirtieron en el refugio cultural del futuro Premio Nobel, mientras trabajaba durante dos años en una herrería mecánica. Era un “comunista hormonal” (así se titularía un libro de entrevistas que le hicieron), tenía un “temperamento comunista”, aún antes o por delante de la misma ideología. Tal vez, eso motivaba su idea peculiar de la disciplina y la libertad de pensamiento que le llevaba a afirmar “mi partido tiene sus ideas, y yo las ideas de mi partido, pero no necesariamente de la misma manera”.
Por otro lado, era crítico, sí, pero sabía que no todas las formas de protesta eran válidas o útiles. Una de sus últimas obras, más política, fue “Ensayo sobre la lucidez” (en cierta forma, continuación de la obra anteriormente mencionada). En ella, un país amanecía con un 83% de voto en blanco. El sistema político entraba en pánico y respondía de forma represiva. Una anomalía de esta novela es que el héroe trágico es un policía de derechas encargado de encontrar culpables de ese voto en blanco masivo: sabía bien Saramago que, a veces, tener esperanza en la revolución es saber que puede venir de sitios inesperados. ¿Es una ficción que no debamos tomar en serio? Lo cierto es que en las elecciones argentinas de 1957 ganó el voto en blanco con más de dos millones de votos, alentado por Perón desde el exilio. Como en la novela, este método de protesta tampoco tuvo un final especialmente feliz.
¿Qué hacemos con el legado que nos deja Saramago? Lo primero: no elevarlo a los altares, que tanto detestó (por divisivos para una humanidad que debería ser internacionalista) el autor de “El Evangelio según Jesucristo”. Segundo: leerle y leerle con la conciencia de que la literatura es para “pensar el mundo más allá de lo inmediato”. Según el luso, la literatura puede seguir siendo “una acción política sin dejar de ser literaria”, pero recordando siempre que “el arte tiene unas exigencias propias que deben respetarse” (para no caer en lo panfletario).
Por último, en tercer lugar, huir de la ligereza que criticaba a tantos intelectuales para asumir nuestro compromiso con todo el peso que implica: “cuando digo responsabilidad, cuando digo democracia, cuando digo ética quiero decir esas palabras con palabras de plomo”. Y sí, ¿por qué no decirlo? Comprometernos como marxistas y comunista, ya que (invirtiendo su frase): “para tener fe, debo mirar al cielo e imaginarme que Dios está ahí arriba; para ser marxista, me basta con mirar al mundo”. Sigamos mirando al mundo, desde la privilegiada atalaya de la obra de nuestro camarada José Saramago.
Víctor Reloba
Militante local y Responsable de Organización del Núcleo de Cultura del PCE-Madrid